Stanley Kubrick leyó el libro y le fascinó. Anthony Burgess vio la película y no la bajó de mamarrachada. El enojo del autor de la célebre novela “La Naranja Mecánica”, se debía principalmente a que el final de su obra distaba mucho a lo que el cineasta presentó en las salas de cine.
Lo cierto es que Kubrick se apegó más a sus conceptos de director transgresor que al contenido de la obra, y creó para beneplácito de los cinéfilos, una estética y un lenguaje avant garde pocas veces visto en la pantalla grande. Burgess consideró a la cinta “una megalomaniaca muestra del ego de Kubrick”. Al barbón Kubrick sencillamente le importo un carajo.
Para muestra, además de darle otro sentido a la trama de la novela, Don Stanley (y no me refiero al malogrado Paquito) le pidió a los muchachones de una banda llamada Pink Floyd que musicalizaran las aventuras de Alex y sus violentos droggos, algo que finalmente no sucedió por desavenencias con la disquera de los sicodélicos ingleses y la casa productora de Kubrick.
Aun así, el regordete y cachetón director supo aprovechar al gran Beethoven para ambientar la frenética pesadilla de estar hasta el copete de drogas, desilusión y ultraviolencia en exceso, algo que “inusualmente” sucede bajo las sombras de alienación del consumismo capitalista. Pero Burgess no la bajaba de chingadera.
Libro y película tal vez sean discordantes en algunos pasajes de la narrativa, pero sin lugar a dudas, hoy día son un complemento indivisible si se quiere entender la magnitud de ambas obras. El viejo Burgess no lo entendió en su tiempo. Ahora la estética de las imágenes kubrickianas suelen dar vida a la estética de la tipografía burgessiana y viceversa, pues los diálogos saturados de crudeza, avivan en el lector el poder de imaginar su propia “Naranja Mecánica” o de sorprenderse al momento de engullir imágenes de ultraviolencia en un lavado de cerebro al que Kubrick nos lleva en un vaivén de delirium tremens.
Obras maestras, complementos de vida propia. Burgess cagaba a Kubrick por suprimir el verdadero final de la novela. A Kubrick (como siempre), le valió madre y decidió dejar en el espectador la duda, el poder de hacer con el buen Alex lo que su recóndita mente quisiera.
¿El final de la novela? Solo Burgess lo tiene.
Acompañe esta reseña con un buen licuado lisérgico y compartiendo ultraviolencia con sus droggos. He dicho y que así sea.
Héctor Arce.
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