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KIDS WITH GUNS. Por Wilfred H. Arce



Observó detenidamente la escena y suspiró. Un gran peso se desvanecía con aquel suspiro. Se dirigió hacia la cocina y abrió el refrigerador. Mamá había comprado el queso amarillo que tanto le gustaba, cremoso y suave, del mismo color del techo que una semana antes su padre pintó. Aquel día, él prefirió lanzar tachuelas con su pequeño rifle de madera a los gatos del vecindario; la pintura y las tareas domésticas no eran para él. Sus padres se lo reprochaban siempre y él partía hacia la calle inmediatamente, pues le fastidiaba la voz chillona de sus progenitores, ‘pinches rucos’, se decía ensimismado. Empalmó dos barras de pan con jamón y dos rebanadas de queso, mucha mayonesa y una cucharada de mostaza, la cual se derramó por los costados al momento de hacer el sándwich. Sus dedos los limpió con una gran chupada, uno por uno, saboreando su bocadillo.

Dirigiéndose hacia el tocacintas, tomó un viejo tape de papá. Algunas canciones de Yo La Tengo, de Sonic Youth, Hüsker Dü, pero particularmente le gustaba el estruendo de Motörhead, la fuerza, el brío de una granada a punto de explotar. Ya había apostado todos sus ases desde aquel mediodía. No había marcha atrás. Los recuerdos ya solo eran un nubarrón que defecaba en su alma. Sin embargo, todo lo tenía bajo control y subió todo el volumen, haciendo retumbar los sucios vidrios y los enmohecidos marcos de las ventanas. Él era dueño del As de espadas. Todo bajo control.

Un paso grande y después uno pequeño; ahora un saltito de mosaico en mosaico, y jugando grácilmente recorrió el largo de la sala y entró a la cocina, la última vez que la visitaría. De la heladera sacó una soda de naranja. La lata congelaba su mano y destapándola con el pulgar, inhaló rápidamente el gas e inundando sus pulmones comenzó a toser y a reír. Le encantaba esa sensación de asfixia debido al gas contenido en un refresco. Imaginaba que si se asfixiaba, podría irse al carajo de este mundo y ya no soportar a sus padres de una vez por todas. Los veía en su recreación llorando y rogándole que no se fuera, que se quedara con ellos, que ellos serían sus esclavos. De alguna forma ya lo eran y él había escrito la última frase.

Sobre el viejo tocadiscos aun permanecía la Magnum que su padre estaba limpiando aquella mañana. Limpia o sucia, eso ya no importaba. Él la acarició con sus manos, como si fuera un juguete que tanto añoraba, como una fiel mascota que no le traicionaría. Quitó el seguro. Su padre siempre la tenía cargada y lista, por si algún indeseable cruzaba la puerta. Aquella mañana hubiera deseado que así hubiera ocurrido. No hubo ningún indeseable, solo su pequeño de diez años. La suave piel de sus manos se fundía con la magnífica Magnum. Volteó al espejo y apuntó hacia su boca. Observó el retrato de familia y sonrió. Inmediatamente después bajó el arma y la dejó por un momento en el sillón color beige. Posó sus manos sobre las paredes teñidas entre un rojo carmesí y un morado negruzco, dejando sus huellas como una firma póstuma. Volvió por la pistola y se paró en medio de los cuerpos inertes de sus padres. Mismo destino, mismo camino. Su sien sintió el frio del cañón y sin demorarse disparó. La escena familiar quedaba completa; ninguno se perdió la cita. Papá lo enseñó a disparar.



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