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ZONORIDADES: ERROR DE CÁLCULO. Por Wilfred H. Arce



Echeverría paseaba de un lado para otro.  Los pasillos oscuros absorbían su sombra, tan oscura como el color pétreo de su traje de lana. En la delgada corbata se alcanzaba a reflejar un tenue halo de luz que se filtraba por la diminuta ventana de su despacho. Tan obsesivo con el trabajo como con la imagen que reflejaba a la opinión pública, Luis Echeverría Álvarez quería demostrar que el antiguo Secretario de Gobierno de Díaz Ordaz había sido cosa del pasado, y que en su mandato, la figura presidencial mexicana sería un pilar fundamental en el terreno de la política internacional. Pero para lograrlo, primero tendría que mantener en orden la escena sociopolítica de la nación. Cero rebeliones, todo en orden.

Entonces pensó en la guerrilla de Guerrero, en Lucio y Genaro, aquellos ‘pinches profesores de pueblo’, que tantos problemas le habían causado, los estudiantes capitalinos que no habían entendido el correctivo del ’68 y en toda la miseria que habría que eliminar en el sur del país, la zona olvidada, la del exterminio permanente. Abordó un par de pasos más y endureció el mentón, un gesto echeverriano que lo distinguía al momento de decidir algo que invariablemente iba en contra de los intereses populares. Exhaló la atmósfera polvosa del viejo edificio, y fundido en su sombra, tomó el ya famoso teléfono rojo. La llamada a sus subalternos era el presagio de otra de las decisiones más duras y precarias que el régimen priista tomaría: los desaparecidos políticos. El gabinete escuchó y obedeció, la Guerra Sucia se pondría en marcha.

Si un par de años antes 1968 había sido un ensayo en las directrices a tomarse acerca de la represión de movimientos sociales, en el sexenio de Echeverría, el régimen instituyó  la cooptación de conciencias o la eliminación de los ‘inconformes’, como los métodos favoritos para preservar los privilegios de la clase gobernante. La máxima revolucionaria institucionalizada planteaba sin rodeos: ‘O te subes al carro completo, o no te quedas’. Conjugándose lo anterior al indescriptible nivel de corrupción que se fundamenta como el leit motiv de la política nacional, ‘vivir fuera del sistema, es vivir en el error’, o el síndrome de perpetuarse al hueso que le toque. Don Luis cimentó aún más el Estado corrupto que mantiene sus intereses intactos eliminando los de la población. Teniendo entonces este preámbulo de podredumbre gubernamental, una de las figuras más turbias del Sistema, Fernando Gutiérrez Barrios, se dio a la tarea, por órdenes directas de Echeverría, de crear los grupos paramilitares, los cuales buscarían en cualquier rincón del país, algún indicio o pretexto que consideraran subversivo para desmantelar, aniquilar y desaparecer los movimientos sociales contrarios a las políticas de pobreza y marginación que siempre se han dictaminado desde Los Pinos.

DEL PARAMILITARISMO A LOS NARCOS.

Desde su origen, los grupos paramilitares (recuérdese Batallón Olimpia o Los Halcones), fueron conformados por cuerpos de elite del ejército y de las policías federales y secreta, quienes realizaban tareas exhaustivas de espionaje, amedrentamiento y en el último de los casos, el asesinato político. Dichos cuerpos de represión se institucionalizaron como el músculo gubernamental, que basado en el miedo, probó su eficacia suprimiendo guerrillas y movimientos sociales, y lo que es peor, anulando la capacidad de protesta del ciudadano al desaparecerlo, con lo cual el miedo infundido bastaba para gritar en silencio, para ajustarse a la irrealidad del sistema.
Es entonces que, a partir de la década del ochenta, un fenómeno socioeconómico y político originado a fines de los sesentas y que deambulaba en la clandestinidad, irrumpió con más fuerza para implantarse como parte indivisible del mexican way of living, permeándose en la sociedad como una actividad punible pero que nadie niega ni delata cuando las ganancias les salpican. De pronto, el narcotráfico ya no pertenecía a las clases marginales, sino a la alta sociedad que la adoptó como una empresa que repartía altos dividendos y que se unificó con la corrupción como el mejor negocio de la elite política. Es con la corrupción del régimen, que las organizaciones criminales tuvieron acceso al tráfico de influencias como el medio más eficaz para poder justificar negocios turbios y ejecuciones de enemigos. Los errores comenzaban y el gobierno calculaba mal. El caldo de cultivo estaba en un campo de experimentación político que dio como resultado una simbiosis estructural del régimen: el cogobierno entre la clase dirigente (políticos y empresarios) y las organizaciones criminales.

Siendo así, a partir del sexenio de López Portillo y en las administraciones priistas subsecuentes, es cuando el contrabando y el trasiego de drogas se fortalecen para expandir sus tentáculos a otras ramas de negocio delictivo como la fabricación de las mismas, extorsión, secuestro y tráfico de personas. El experimento del régimen funcionaba y las ganancias llegaban a caudales. La semilla del narco Estado se había plantado.

Dicho esto, es bien conocida la permisividad de los gobiernos priistas en relación con los movimientos que los narcotraficantes realizaban sin obstáculo alguno a lo largo y ancho del país, dividiéndose las ciudades de acuerdo a sus rutas ‘comerciales’ y en la mayoría de los casos, debido a su lugar de origen. Siendo así, este embrión criminal y los altos niveles de corrupción alcanzaron al ejército, sobre todo a los altos mandos que resguardaban el tránsito de la droga y al mismo tiempo, brindaban protección a los capos y entrenamiento a los cuerpos de choque, sicarios y soldados de la mafia, los cuales en un breve lapso,  llegarían en la mayoría de los casos, a estar mucho mejor preparados en técnicas de combate y con armas que hasta ese tiempo eran solo de uso exclusivo de las fuerzas armadas nacionales. Así mismo, esto dio origen a otro lucrativo negocio entre políticos y narcos, el tráfico de armas. Ya a mediados de los noventas distinguir entre un narco y un político, era solo cuestión de la ropa que usaban, solo eso.

Pero todo tenía un límite, y el ciudadano que pensaba que solo entre capos se hacían daño, observó que su hipótesis era errónea cuando en el aeropuerto de Guadalajara, un Cardenal eclesiástico era batido a tiros en un supuesto fuego cruzado de dos carteles en pugna, magnificando lo que ya se sabía a voces, que el crimen organizado había alcanzado ya un poder financiero, territorial y bélico, al cual era ya muy difícil enfrentarse, por lo que de aquí en adelante, e incluyendo los dos sexenios panistas, las treguas entre estos dos poderes cogobernantes serian la constante.

Sin embargo, la violencia desatada con más crueldad a partir del ya citado magnicidio, ha mostrado la marginación y miseria de las clases bajas de la población, las cuales buscan una oportunidad de sobresalir socioeconómicamente de una manera fácil: vendiendo, matando y cobrando un sueldo de un ‘trabajo’ que no se les ofrece en el ámbito de la economía formal. Pero la clase social no determina en todos los casos el unirse a un grupo criminal, sino también la ambición, la falta de ética y la doble moral que siempre ha estado presente en las clases media y alta, que buscan acrecentar fortunas a costa de las más ruines actividades. Sin duda, aquí se puede denominar como una ‘marginación ética’ a la supresión de la conciencia social de un individuo que no escatima en la eliminación de límites legales para alcanzar su objetivo personal. El cinismo descarnado ya no causa admiración en la sociedad mexicana. La banalización de lo ilícito es ya parte cotidiana de la manera en que vive el mexicano, sobre todo, el grupo que dirige al régimen.

Con una sociedad a la que ya la violencia no le intimida y con un Estado que delegó en los carteles la salvaguarda del orden en los territorios que estos controlan, los límites entre lo legal y lo ilegal se han roto. Los antiguos grupos de elite del ejército, paramilitares, policías federales y agentes secretos, ya no son sino mercenarios que se unen al grupo de poder que mejor les pague, pues en un mundo capitalista, la mejor oferta económica es la que tiene la última palabra. El paramilitarismo que anteriormente exterminaba movimientos sociales, hacia limpieza étnica y “combatía al narcotráfico”, no es más que un apéndice que sigue practicando un ‘terrorismo de Estado’, alquilándose al mejor postor: el narco, el narco político o el gobierno, todos inmiscuidos en el mismo negocio.

El equilibrio se ha roto, si es que en algún tiempo lo hubo. El narcotráfico ya no cohabita con el Estado, es el Estado el que ya cohabita con este, en su mundo, en sus negocios, en la manera de impartir justicia y de aniquilar la conciencia política del ciudadano y orillándolo a la ‘convivencia’ desde trincheras en las cuales no pueda penetrar la realidad, donde la desinformación es bienvenida para no afrontar el desmoronamiento de su ciudad, de su municipio, de su nación. La desilusión permea en las calles, los rostros lo comprueban. Ya no se puede escapar, el narco Estado es ya nuestra realidad. El error de cálculo se ha consumado.
            


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