Foto: Aristegui Noticias
Los rostros son diversos, algunos difusos, algunos otros no tanto, pero muy
parecidos entre sí. Se suponen todos en uno y se contemplan en un mismo espejo.
No pasan desapercibidos y se persiguen y conviven en un mismo círculo, en un
mismo espectro, cohabitando entre penumbras o reflectores, según sea el caso.
Sus escondites son visibles y los ostentan sin remordimientos, tal vez un dejo
de temor, pero que siempre se desvanece con un cinismo que esta cimentado en
una impunidad pasmosa, aberrante, arraigada hasta la medula de un régimen de
esperanzas inacabadas y marginación asfixiante. Ahí deambulan aquellos, estos,
esos rostros deformados por el mal gusto, la vulgaridad y la ambición desmedida,
en un ambiente en el que tráfico es un término que se aplica con regularidad en
negocios aparentemente legales como ilegales. Se uniforman los rasgos, los
gestos, e incluso las apariencias; ya nadie es individuo en el entramado de la
corrupción, todos conocen a quien sabe quién que puede hacer quien sabe qué y
que te hará ganar quien sabe cuánto, y así ad
nauseaum. Guzmán Loera se muta en sus pares, a quienes la ausencia de
marginación no les arrebató, sin embargo, la astucia para traficar, aun
teniendo el conocimiento necesario para no hacerlo. Guzmán Loera se transfigura
en un tipo calvo y de bigote; sus apellidos cambian letras, mas no
significados: Salinas de Gortari, político de aguda inteligencia para dejar en
bancarrota a un país. Así, Guzmán Loera no es el apellido de uno solo, sino de
muchos que han fortalecido el sistema corrupto en el que viven y sobreviven
para sí mismos.
Así es, no hay triunfalismos, pues el
Chapo se transfigura como cualquier santo de la imaginería católica: ahora está
aquí, pero está en todas partes y así lo hace valer. Lo encarcelan pero no está
ahí y persiste en instituciones gubernamentales, en Secretarías, en el quehacer
político que a final de cuentas no deja de ser un quehacer mundano que se ha
mitificado por el tráfico, más no cualquier acepción de este, sino al que el
poder en turno cobija bajo su influencia. Todos son uno y el régimen es
bondadoso; fuera de él, nadie escapa a su mirada vigilante. Ahí se enquistan,
transformando sus caras en una sola, cómplices de un turbio entramado de podredumbre.
Senadores encumbrados en malos manejos, líderes sindicales que abusan de su
posición, secretarios de Estado que multiplican fortunas, empresarios voraces
que laceran a los intereses nacionales. En su conjunto, una sola cara que
observa el reparto de las ganancias generadas por el tráfico. No hay capos,
pues ya todos están conjuntados en un solo apelativo: los Chapos.
Es bajo este manto protector de crimen organizado en que todos reciben su
partida, su ingreso extra. Uno por uno, todos los rostros sonríen en la misma
mesa. El magnánimo Carlos el Chapo Salinas
de Gortari departe animosamente con Diego el
Chapo Fernández de Cevallos; a su lado, Carlos el Chapo Romero Deschamps le sirve una copa de Hennessy a Elba
Esther el Chapo Gordillo, quien
sonríe hasta donde el botox se lo permite. Invitados de primera en banquete de fastuosidad
obscena, donde sus otrora socios y amigos íntimos, Vicente el Chapo Fox Quesada y Felipe el
Chapito (por aquello de la estatura) Calderón conversan animosamente acerca
del futuro emporio de la hierba verde. ¿Faltó alguien? Solo el mesero que trae
los cubiertos a sus patrones: Joaquín el
Chapo Guzmán. Solo faltaba él.
¿Alguien puede hablar de triunfalismo? Enrique el Chapo Peña así lo hace. Yo no podría.
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