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ZONORIDADES: LOS CHAPOS. Por Wilfred H. Arce


Los rostros son diversos, algunos difusos, algunos otros no tanto, pero muy parecidos entre sí. Se suponen todos en uno y se contemplan en un mismo espejo. No pasan desapercibidos y se persiguen y conviven en un mismo círculo, en un mismo espectro, cohabitando entre penumbras o reflectores, según sea el caso. Sus escondites son visibles y los ostentan sin remordimientos, tal vez un dejo de temor, pero que siempre se desvanece con un cinismo que esta cimentado en una impunidad pasmosa, aberrante, arraigada hasta la medula de un régimen de esperanzas inacabadas y marginación asfixiante. Ahí deambulan aquellos, estos, esos rostros deformados por el mal gusto, la vulgaridad y la ambición desmedida, en un ambiente en el que tráfico es un término que se aplica con regularidad en negocios aparentemente legales como ilegales. Se uniforman los rasgos, los gestos, e incluso las apariencias; ya nadie es individuo en el entramado de la corrupción, todos conocen a quien sabe quién que puede hacer quien sabe qué y que te hará ganar quien sabe cuánto, y así ad nauseaum. Guzmán Loera se muta en sus pares, a quienes la ausencia de marginación no les arrebató, sin embargo, la astucia para traficar, aun teniendo el conocimiento necesario para no hacerlo. Guzmán Loera se transfigura en un tipo calvo y de bigote; sus apellidos cambian letras, mas no significados: Salinas de Gortari, político de aguda inteligencia para dejar en bancarrota a un país. Así, Guzmán Loera no es el apellido de uno solo, sino de muchos que han fortalecido el sistema corrupto en el que viven y sobreviven para sí mismos.

Así es, no hay triunfalismos, pues el Chapo se transfigura como cualquier santo de la imaginería católica: ahora está aquí, pero está en todas partes y así lo hace valer. Lo encarcelan pero no está ahí y persiste en instituciones gubernamentales, en Secretarías, en el quehacer político que a final de cuentas no deja de ser un quehacer mundano que se ha mitificado por el tráfico, más no cualquier acepción de este, sino al que el poder en turno cobija bajo su influencia. Todos son uno y el régimen es bondadoso; fuera de él, nadie escapa a su mirada vigilante. Ahí se enquistan, transformando sus caras en una sola, cómplices de un turbio entramado de podredumbre. Senadores encumbrados en malos manejos, líderes sindicales que abusan de su posición, secretarios de Estado que multiplican fortunas, empresarios voraces que laceran a los intereses nacionales. En su conjunto, una sola cara que observa el reparto de las ganancias generadas por el tráfico. No hay capos, pues ya todos están conjuntados en un solo apelativo: los Chapos.

Es bajo este manto protector de crimen organizado en que todos reciben su partida, su ingreso extra. Uno por uno, todos los rostros sonríen en la misma mesa. El magnánimo Carlos el Chapo Salinas de Gortari departe animosamente con Diego el Chapo Fernández de Cevallos; a su lado, Carlos el Chapo Romero Deschamps le sirve una copa de Hennessy a Elba Esther el Chapo Gordillo, quien sonríe hasta donde el botox se lo permite. Invitados de primera en banquete de fastuosidad obscena, donde sus otrora socios y amigos íntimos, Vicente el Chapo Fox Quesada y Felipe el Chapito (por aquello de la estatura) Calderón conversan animosamente acerca del futuro emporio de la hierba verde. ¿Faltó alguien? Solo el mesero que trae los cubiertos a sus patrones: Joaquín el Chapo Guzmán. Solo faltaba él.

¿Alguien puede hablar de triunfalismo? Enrique el Chapo Peña así lo hace. Yo no podría. 

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