POLVO.
Por Wilfred H. Arce
En aquel vagón solo había seis personas, entre ellas un reverendo judío de
prominentes barbas y áspera voz, además de un campesino con un overol
desgastado y dos caballeros que compartían asiento, elegantemente vestidos de
frac negro, rosados de las mejillas y canosos. Bien podrían haber sido
banqueros de El Paso. Para cuando el tren pasó Alburquerque, el endemoniado
calor parecía fundir los rieles, como si fueran serpientes arrastrándose en el
desierto. Estaba completamente seguro que en ese lugar ni Dios se tomaba un
respiro. Un paraje de mierda, en pocas palabras. Frente a mí, un forajido, un
caza recompensas, que de vez en vez me miraba con curiosidad y al sentir que yo
me daba cuenta que sus ojos revisaban mi maltrecha humanidad, fijaba de
inmediato su vista hacia la ventanilla, hacia los cactus que reverdecían en
medio de la nada. Para un criollo francés como su servidor, el viaje desde
Nueva York, ciudad a la que había llegado como corresponsal de Le Parisien, hasta el oeste
norteamericano, me significaba más bien un descenso hacia el infierno sin
ninguna parada en el trayecto. Una semana antes, mi editor me enviaba un
desagradable telegrama en el cual me exponía la falta de recursos del diario y
que en palabras más, palabras menos, hiciera lo que me conviniera en un país
desconocido y lo que era peor, sin trabajo. Aquel maldito telegrama lo rompí de
inmediato y le di un sorbo al poco whisky que me quedaba. Mande al carajo a
Paris, al diario y a toda esa monserga francesa de diplomacia barata de
despedirte en el momento menos indicado. ¡Al carajo! ¡A la mierda, mil veces a
la mierda! Fue entonces cuando yo, Marcel Daguerre, tomé mis pocas
pertenencias, metí mis artículos escritos con anterioridad en el viejo veliz,
pague en recepción y con lo poco que me quedaba en dólares, me aventuré a
conseguir un poco más en el tren que me llevaría hacia el putrefacto oeste de
gambusinos, bounty killers,
bailarinas de cantinas, forajidos y mucha violencia. Amarillo ya había quedado
atrás, ya no había regreso, ya el sudor pegaba mi camisa blanca de lino al
cuerpo, una verdadera piltrafa.
¿A dónde vas?, me preguntó el caza recompensas. Su sombrero ocultaba su
mirada y su barba a medio crecer le daba un aspecto desaliñado, como si lo último
que le importara fuera su apariencia. Un sarape mexicano le daba vuelta por la
espalda, descansando en su hombro izquierdo. Tenía un aura espectral, como de
un nómada que prolonga su estancia en cualquier lugar debido a la escasez de
sus balas o al término de su fortuna. Aunque he de confesar que aquel tipo,
poco dejaba a la fortuna, al destino, al viento que rumoraba tormentas de polvo
y más polvo. No sé, Santa Fe o San Francisco, tal vez; respondí un lugar
cualquiera, al fin y al cabo, ya no podría tener más mierda en cualquier otro
sitio como en Nueva York o el pestilente Paris del Sena. No vas por oro,
increpó mi interlocutor, no tienes pinta de gambusino ni de cuatrero y tu
acento es gracioso. ¿Gracioso?, pensé algo indignado, pero tomándolo con un
dejo de humor, además él tenía balas, yo solo una puta botella de whisky a
medio terminar. Así es, tu acento asemeja a los hacendados de Lousiana, pero tú
distas de serlo, ¿A qué te dedicas? ¿Qué buscas? Espetó con una autoridad que sabía
que ya tenía sobre mí. No busco nada, aunque espero encontrar algo más que
podredumbre, algo más que polvo. No sabía que contestarle. Subió su sombrero
con la punta de su dedo índice derecho y sonrió. Sus ojos azules parecían
incendiar el vagón con un dejo de siniestra benevolencia hacia mi persona y
cruzando la pierna izquierda me aseguró que en Santa Fe y San Francisco solo
respiraría más polvo. Me invitó a acompañarlo a Calexico, allá donde los
coyotes gobiernan la planicie.
Millas atrás, la comodidad de Nueva York era un recuerdo. No perdía nada y
tal vez podría continuar escribiendo los apuntes sobre la incombustible Guerra
Civil y la miseria en que tenía sumida a la nación estadounidense. A la mierda,
iré y me perderé en Calexico con este cabrón, reflexioné entusiasmado. Justo
mis divagaciones imaginaban a los viejos coyotes destazando una iguana, cuando
el mal nacido bounty killer,
desenfundó un Remington .45 confederado y apuntó hacia mi cabeza, la cual
agaché en un reflejo de pánico, cerré los ojos y apreté los dientes con todas
mis fuerzas, solo recordando a mis viejos en Paris y nada más, sintiendo el
olor del plomo inundando mis pulmones. El impacto dio en la frente del
reverendo judío, quien se había puesto de pie y se dirigía hacia el baño que
estaba a espaldas de mi gatillero. Los sesos volaron por todo el vagón y
salpicaron los sombreros de copa de los banqueros texanos. Nadie pudo hacer
algún movimiento, el polvo incluso parecía estar petrificado en el aire, cayendo
lentamente en miles de partículas. No se podía respirar, el miedo sofocaba a
todos los pasajeros. ¡Maldita sea! ¡Esta puta suerte me condena! Pensaba una y
otra vez.
El tren se detuvo. Con malicia, el pistolero de ojos azules susurró: ‘No
podía esperar más. Este hijo de perra valía más muerto que vivo. Las
apariencias engañan’. Terminó su oración como un obituario infernal y recogió
el cuerpo con un solo brazo y se lo echó al hombro. La cabeza del reverendo escurría
la sangre y manchaba el sarape de aquel pistolero. Volteando hacia mi asiento me
dijo: ‘¿Te vas o te quedas? Este cabrón pesa mucho’. Abrí los ojos y lo seguí.
Ya nada podría ser peor. Ya podía respirar Calexico y su polvo.
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